sábado, 15 de agosto de 2020

IGUALDAD DE CONDICIONES

 Fotografía de Leonor Montañés Beltrán

Antes de su última paliza empieza el calvario: los meten en un asfixiante cajón, con la cabeza ladeada para llevarlos lejos de sus pastos y de sus encinas, donde el animal, estresado, puede llegar a perder hasta cincuenta kilos. Antes del linchamiento hay que debilitarlo y para ello son sometidos a un encierro totalmente a oscuras para que de ese modo, cuando lo suelten, la luz y el grito fanático de los espectadores lo aterren y trate de huir – el toro, como animal herbívoro huye por condición natural, y sólo ataca cuando se le cabrea o cuando se le totura – sólo faltaba – . Y se le recortan los cuernos, afeitado que le llaman, para que el toro no sepa medir las distancias y así proteger al torero. Y le ponen peso en el cuello durante horas, y le golpean con sacos de arena los testículos y los riñones, y le provocan diarrea y le queman los intestinos poniéndole sulfatos y laxantes en el agua y en la comida, y se le unta grasa y vaselina en los ojos, para que apenas vea, y se le achicharran las patas para que no se quede quieto y se les rasgan los músculos del cuello para evitar que el animal haga movieminetos bruscos con la cabeza, reduciendo con ellos el riesgo de cornadas. Y se les induce al sueño, y se les meten bolas de algodón en las fosas nasales para que les cueste respirar.

Y ya en la plaza... el animal, negro como la pena, derrama sangre por la boca, a borbotones, antes de caer sobre el albero. Una espada de hierro homicida, puntiagudo, le hace la señal de la cruz partiéndole en dos el alma, atravesándole el corazón, allí junto a varias agujas cobardes bordadas con los colores de la patria.

El animal, negro como la pena, yace débil. Tortura eterna. Se le doblan las rodillas hasta que cae, a merced del aplauso de un público cruelmente exaltado.

Un cuchillo lo remata, dándole la puntilla, mientras el animal, negro como la pena, da sus últimas boqueadas de vida.Se le inundan los pulmones de sangre. Sangre roja, como mi sangre.

Ha muerto, rabiando. Negro, como el dolor.

Y, vestido de rosa y oro, un matador se ha manchado las manos de sangre, que se limpia sobre la piel, siempre negra, de un animal que patalea. Cuchillo en mano, con premeditación y alevosía, le quita la poca vida que queda a un toro ya sin fuerzas. Mana la sangre a destajo.

Me duele la mirada de ese ser moribundo. Lastima y araña mi condición de hombre, racional a veces, irracional casi siempre. Me da pena la mirada acabada del toro, me aterra la mirada sucia del hombre.

CINCO DE AGOSTO

...¿Y si yo te dijera, amor mío, que también temería a la madrugada? A aquella madrugada del cinco de agosto, como hoy, a todas las madrugadas desde entonces que también hieren como amenazas. Amenazas que en boca de algún político ignorante pasa a ser una blasfemia mezcla de provocación e ignorancia.

Miedo como aquellos que gritaron por aquí no pasarán, miedo al hambre y la miseria, miedo como el hombre del campo que implora al terrateniente, miedo a una guerra primero y después a una posguerra, miedo al racionamiento, miedo a un iglesia que siempre ha vivido del miedo y que fue cómplice de verdugos...y que áun lo sigue siendo.

Como el miedo que pasaron trece rosas en la flor de la vida. Trece rosas: Carmen, Martina, Blanca, Pilar, Julia, Adelina, Elena, Virtudes, Ana, Joaquina, Dionisia, Victoria y Luisa. Catorce al final, porque a Antonia la mataron dieciocho meses después. Miedo, que es necesario tener miedo para ser valiente. Y ellas lo eran.

De testigo la tapia de un cementerio, que las paredes no hablan y no dicen nada de las balas que las acribillan. Balas que se meten en la piel y muestran la sangre roja, roja si, como la de los perdedores de una guerra infame. La sangre de trece jóvenes – siete menores de edad –, condenadas en consejo de guerra por el delito de “adhesión a la rebelión”, por ser militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas, es decir, por pensar distinto.

Quien apuesta por la defensa de la vida acaba encontrándose con la muerte, enorme paradoja.

Y por vosotras, por las catorce, por el infinito número de cuerpos - que no de almas, porque vuestras almas son eternas - que hoy, cinco de agosto, hacen temblar las cunetas. Por vosotras, digo iba a usar la medianía de mi pluma para ciscarme en la desmemoria del secretario de un partido que, como sus más fieles secuaces, andan envalentonados difamanando vuestro recuerdo, pero quizás no debiera, mi acritud me llevaría tal vez al borde del delito, que yo no tengo su misma habilidad para moverme por la discordia, ni tengo su misma impunidad, ni tengo su misma aquiescencia y sería otra batalla perdida, como entonces, porque ellos se mueven mejor por todo el entramado de las mentiras y sus consecuencias, ellos están acostumbrados a la falacia.

Así que mejor me quedo con vuestro recuerdo, con vuestros nombres que ahora, donde se derramó vuestra sangre, tatúan las paredes del mismo cementerio donde os quitaron la vida.

Y a lo que Julia pedía en aquellas, su últimas palabras “me matan inocente...que mi nombre no se borre de la historia”...no te preocupes, compañera eterna, que tu nombre no se ha borrado de la historia, ni se borrará nunca.