Huele
a sal. Las veletas anuncian el viento de poniente que deja huérfana la calle Real,
sólo un loco maloliente que lanza improperios al aire rompe un silencio casi
absoluto.
Ella
se siente vieja, tan vieja que da nombre a la plaza. Plaza de la Iglesia,
anticipo de la calle peatonal por la que la gente se aleja, hasta perderse.
Y
aunque no tiene noción del tiempo, no sabe qué es eso que marcan los relojes
que tiene tatuados en su fachada , sí que sabe hurgar en el pasado. Toca a
rebato. Una pandemia amenaza.
Recuerda
otros tiempos. Campanea de nuevo mientras se hace un rodete con las nubes que
corren en dirección a Chiclana. El miedo se ha metido en las calles, se ha
mezclado con el aire. El miedo ha confinado a la gente que prefiere quedarse en
sus casas. Aire contaminado de una tierra que sin embargo respira.
La
Iglesia Mayor, la de los Desagravios. Eterna, como eterno es el tiempo, como el
tiempo que no sabe medir. El tiempo que da la sensación de que se ha parado.
Todo es lo mismo.
Una
pandemia amenaza. La vieja iglesia se lame los recuerdos. Los pobres comiendo
puchero después de una película, las camisas azules, cara al sol en la sede de
la Falange. Racionamiento, poleá, leche en polvo, nada que llevarse a la boca.
Manos en alto. Miedo de nuevo.
La
policía ronda a sus pies, la gente se asoma a las ventanas y los balcones sin atreverse
a salir. No, no pasarán. El mundo está quieto, parado. El cielo hace sombra.
Quedan prohibidos los besos y los abrazos en este estado de pánico que todo lo
rodea. Aumentan las distancias.
Los
palomas y los gorriones buscan comida y agua, para ellos los seres humanos son
ahora un espejismo.
La
calle está desierta y limpia, solo de vez en cuando alguna persona da fe de
vida. El miedo se nota en el ambiente, sobre todo en esas personas mayores a
los que el tiempo les hace un siete en la memoria, a ellos el miedo les come
los ojos, les entristece la piel.
Huele
a sal. Las campanas suenan a media asta. El loco maloliente quema el alcohol de
su sangre durmiendo sobre el banco más sucio de la plaza, como si fuera vago o
maleante. Y de repente música de cacerolas, música desafinada que hace pedazos
el silencio, que acorta las distancias, esas, sí, esas que daban tanto miedo.
Una inmensa minoría, vestidos con ropa rojigualda. Ruido, ruido, ruido. Mucho
ruido y pocas nueces.
Parece
entonces que no ha pasado el tiempo. Sigue el mundo partido en dos. Uno azul,
el color del dinero, otro rojo, como la sangre roja. Y con el tiempo mismo, el mismo testigo. La
misma iglesia de los Desagravios que ve que la historia, siempre cíclica, se
pasea por las calles de la Isla.
Un virus, peor que un fantasma, recorre Europa, Una pandemia amenaza. Un fascismo que da miedo.

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